miércoles, 5 de agosto de 2015

OFRENDA FLORAL 2015




Ofrenda floral a los mineros fallecidos en La Mina de Lieres (agosto de 2015)
Lectura realizada por Ismael Martínez García

¡Hola!
Buenas tardes vecinos. Gracias, Javier, por acordarte de mí para celebrar este acto festivo-cultural.
Y gracias a vosotros, por vuestra presencia.
Os veo bien vestidos, bien arreglados. Yo también vengo así.
A lo largo de nuestras vidas realizamos muchas, muchas cosas, pero no las recordamos todas. Somos incapaces de acordarnos de todo aquello que hemos vivido. ¡Es imposible! Nuestro cerebro no tiene espacio para tanto.
Cuando de niño iba a la escuela, nos decía D. Manuel “el maestro”, con aquel porte serio que le caracterizaba: “El saber no ocupa lugar”. A los pocos días de haber escuchado esa máxima, hice mi primera comunión en la iglesia parroquial de Lieres. Aún guardo en mis retinas la imagen de D. José, “el señor cura”, oficiando la liturgia. Yo me fijaba en el misal que había sobre el altar y pensaba para mis adentros: Jo, por eso D. José tiene la cabeza tan grande, porque lleva dentro esos tochos de libros.
Pero enteros no le debían de caber, D. José no lo recitaba todo de memoria; algunas cosas las decía con los ojos cerrados mirando al cielo en actitud mística, pero de vez en cuando los abría y leía otras partes del culto en el misal.
Por eso os digo que D. Manuel no tenía razón. El saber, sí ocupa lugar.
Y, hablando de recuerdos: ¿Qué es lo que recordamos?
Mirar, recordamos con más facilidad todo lo que sea distinto, lo que despierte en nosotros emociones, sean estas buenas o malas. Y lo recordamos porque las emociones generan en nosotros un ligero estrés que hace que se segreguen en nuestro organismo adrenalina y cortisol.
La adrenalina y el cortisol son dos hormonas que rápidamente viajan por la sangre hasta el cerebro y lo estimulan para que recuerde los acontecimientos que estamos viviendo y que resultan de especial interés para nosotros.
Las emociones le dicen al cerebro: guárdame a mí, recuérdame a mí. Por eso yo recuerdo lo que hice el día de mi primera comunión, y, sin embargo, no recuerdo lo que hice los días postreros.
El saber ocupa lugar, por lo tanto vamos a seleccionar aquello que más nos interese recordar, aquellas vivencias que sean distintas, únicas, irrepetibles, y desecharemos las vulgares, las que tengan poco o ningún interés o valor.
Todos vosotros tendréis fotos en casa, pues yo casi seguro que sé algunas de las fotos que tendréis, sin haberlas visto: unas serán de la primera comunión; otras del día de la boda, aquellos que os halláis casado; también las habrá de la escuela, de las fiestas del pueblo y del servicio militar. Eso sí, en las fotos estaréis siempre bien vestidos, como lo estáis ahora.
De niño pensaba que mis antepasados habrían sido personas importantes de la nobleza o de la burguesía asturiana.
Cuando iba a casa de los abuelos me gustaba perderme por las salas y pasillos y contemplar los retratos de aquellos personajes, que te miraban serios; antes, en los retratos la gente se perpetuaba seria.
Ahora  es distinto, el fotógrafo te dice: sonríe, y  tú fuerzas una falsa mueca que pretende ser una sonrisa: son otros tiempos.
Aquellas pobladas barbas y estilizados bigotes que les hacían parecer personajes importantes; los elegantes vestidos y las caras de porcelana de las mujeres; los fondos de salones que simulaban palacios exóticos o casas solariegas.
Allí pasaba yo horas intentando imaginarme sus interesantes y placenteras vidas, acorde a lo que mis ojos veían en los retratos.
Sin embargo, fotos del día a día, de lo cotidiano, en casa de los abuelos no las había. Seguro que vosotros tampoco las tendréis. ¡Hombre!, puede que tengáis alguna, pero no era lo habitual.
Pues eso mismo hace el cerebro, guarda cosas llamativas, distintas. Y este acto que ahora celebramos, es una de esas cosas distintas que seguro recordareis pasados muchos años.
Todos los que tuvimos la suerte y me atrevo a decir suerte con "letras mayúsculas", de haber vivido en el poblado Solvay de Lieres entre los años 50 y 70 del pasado siglo, que fueron los años de verdadero esplendor del mismo, guardamos buenos recuerdos. Recordamos con cariño y gratitud el haber tenido acceso a muchas cosas a nivel de cultura, educación, sanidad y ocio, que no tuvieron nuestros vecinos de los pueblos colindantes, que nos miraban con recelo y cierta envidia.
Ahora voy a centrarme en algunas anécdotas de la infancia de aquellos años:
En los cuarteles por aquel entonces y a diferencia de lo que sucede hoy, había muchos niños, sin embargo no existían parques ni polideportivos, ni otro tipo de espacios propios para la infancia y la juventud, como pueda haber hoy en la mayor parte de los pueblos. Por aquellos años, tampoco teníamos ordenadores personales, consolas o tics.
Bueno, tics probablemente habría alguno, pero de los nerviosos, esos gestos involuntarios y repetitivos que te tuercen la cara a modo de mohín desagradable; no lo que hoy entendemos por tics, las tecnologías de la información y las comunicaciones: vamos, los teléfonos móviles de última generación.
Nuestro espacio por entonces, era la calle, y salir a la calle era como ir a la guerra, el enemigo campaba por todas partes. Si jugabas a la pelota delante de las casas de la barriada ponías en riesgo: por el norte, los cristales de las puertas y ventanas; por el sur, los frutos de las huertas próximas a los gallineros. Siempre molestabas a alguien.
Un lugar al que nos gustaba mucho ir a jugar era el jardín que hay al oeste de los cuarteles, al lado de las escaleras que bajan desde las casas de los empleados hasta lo que antes era Casa Madrid, o el garage de Julio Villanueva (el Pirata). Por aquel entonces dicho jardín estaba muy bien cuidado y en él había árboles y arbustos de distintas especies. Era el lugar ideal para jugar al alto, especie de guerra entre dos bandos en la que se eliminaba al contrincante cuando lograbas localizarlo visualmente y pronunciabas en voz alta el nombre y el lugar exacto en el que se encontraba: alto Rufi, detrás del pino… y contrincante eliminado, aún a sabiendas de que tras el disparo verbal orientabas al enemigo acerca de tu situación. Pero las guerras son así. En nuestros juegos teníamos que extremar la precaución, al igual hace una gacela que pasta en la sabana y sabe que en cualquier momento puede aparecer el depredador con la intención de devorarla.
Nuestro depredador era Emilio el barrendero, para nosotros "Milio el Tortu”. Cuando era conocedor de nuestra presencia allí, se acercaba de forma sigilosa para no ser visto, y si presentía próxima y distraída a la presa, saltaba al campo de batalla con la escoba y arremetía a golpes contra todo lo que pillase. Los más afortunados huían en desbandada para salvar el pellejo. Y nada de decirlo en casa, no sea que nos azotasen por partida doble. Imperaba entre nosotros "la omertá", la ley del silencio, como la mafia siciliana.
Otro lugar que nos encantaba también para jugar al alto, al escondite, o para hacer carreras de bicicletas, eran los alrededores de la capilla de la Virgen de la Salud, también por aquel entonces exquisitamente cuidado y celosamente vigilado.
Allí el depredador era Adolfo, “el Sacristán”, que para más inri vivía al lado de arriba de la capilla, y como los niños somos de todo menos mudos, no tardaba mucho tiempo en detectar nuestra presencia.
Otros días, hartos de persecuciones y ante la falta de toboganes y espacios adecuados para la infancia, utilizábamos el paredón que hay al lado derecho de las escaleras que suben desde los Cuarteles de Abajo hasta los Cuarteles de Arriba.
Nuestra desgracia era que por aquel entonces aún no se habían inventado los materiales deslizantes de tipo plástico, y el cemento áspero del paredón era extremamente agresivo con la tela de los pantalones y los calzoncillos. Incluso, en ocasiones también la piel fina y blanca de las nalgas de los niños resultaba erosionada.
Allí nadie nos prohibía estar, pero el enemigo lo teníamos en casa cuando al llegar la noche regresábamos al domicilio y nuestras madres se percataban del desgaste sufrido en la parte posterior de nuestras prendas de vestir.
En otras ocasiones nos dirigíamos a la plaza de la madera, a la que llamábamos “La Era”. Jugar entre tal laberinto de troncos, escalar y saltar entre ellos era un verdadero placer para aquellos "pilluelos" que molestaban en todas partes, pero que no podían estar quietos.
El encargado de la vigilancia era el guarda jurado de la empresa, pero no solía estar tan alerta como Milio “El Tortu” o Adolfo “El Sacristán”.
Y todo esto en la calle, que era nuestro medio natural. Lo peor estaba dentro de los recintos escolares (las escuelas de Solvay, la Academia, y en algunos domicilios que se utilizaban a modo de centros de clases particulares). Allí la tensión era extrema, constante. Existía una relación inversa entre el nivel de inteligencia y el grado de castigo. Los menos aplicados eran los más apaleados. Por aquel entonces el criterio pedagógico por excelencia rezaba: "la letra con sangre entra".
Cada maestrillo tenía su librillo: uno utilizaba el método del moscón, bofetada en la oreja con la palma de la mano hueca, que te dejaba el tímpano trémulo durante varias horas o incluso días; otro te azotaba con una vara de avellano en las manos, bien con la palma abierta o en la punta de los dedos agrupados en piña.
D. Luis “el cura”, era amante del capón, golpe seco con el nudillo del dedo corazón sobre los huesos parietales de la cabeza. También recuerdo el palo ágil en la estrecha aula en las clases particulares de Alfredo el capataz, palo que en ocasiones impactaba sobre cabeza ajena a la elegida como destino si el destinatario andaba espabilado y lograba esquivar la trayectoria del arma.
Y por último, y para no extenderme más, quiero comentaros algo que sucedió solo una vez, pero me quedó grabado en la memoria como el hierro candente lo hace en la piel del novillo; por eso lo que os decía al principio de que si los acontecimientos vividos van acompañados de cierto grado de emoción o estrés se recuerdan más fácilmente.
Sucedió una tarde de primavera en la Academia de Solvay; un grupo de cinco alumnos estábamos sentados en el primer banco de la clase de religión que impartía D. José, el cual permanecía de pie justo delante de nosotros. Los alumnos, de entre 11 a 12 años, no parábamos de charlar y de reírnos. D. José nos había advertido varias veces, sin éxito,  para que nos callásemos.
Cuando los acontecimientos superaron su infinita paciencia, en un gesto de repentino vigor, da un salto hacia atrás para abarcar con su mirada el campo de actuación; despliega los brazos lateralmente como un águila imperial antes de emprender el vuelo; luego carga el peso de su cuerpo sobre la pierna derecha y con su inmensa mano, que más bien parecía la pala de un minero que la mano de un sacerdote, y en un gesto de inusitada violencia, realiza un movimiento de barrido a la altura de nuestras cabezas, comenzando en el extremo izquierdo del banco y terminando en el derecho.
En menos de 1 segundo, en un visto y no visto, estábamos los cinco alumnos amontonados en el pasillo de la clase. No hubo más risas ni murmullos y D. José pudo seguir impartiendo la docencia con normalidad.
Y así, en estos derroteros transcurrió nuestra infancia feliz.
En aquellos años y con estos métodos surgió en Lieres una generación prodigiosa, probablemente irrepetible, con unos índices de éxito escolar quizá poco frecuentes, incluso a nivel europeo o mundial.
Pero, ¿qué pasaría si alguien mencionase hoy la posibilidad de intentarlo de nuevo con los mismos métodos?

Gracias.




Lectura de la poesía “Mina la Fraternidad” 

Voy a leeros una de mis poesías. Como Lieres fue durante más de un siglo un pueblo minero, la poesía que ahora voy a recitar  está dedicada a los mineros. Sobre los mineros cuando trabajan cuelga siempre una guadaña encima de la cabeza. En la Mina de Lieres, por desgracia, murieron bastantes personas en accidente, una cifra que aún hoy es desconocida para nosotros, así como los nombres de muchos de aquellos que aquí dejaron sus vidas.
Se la dedico a todos los que en esta mina se cruzaron con la muerte, pero de modo especial a mi abuelo Gumersindo que falleció, aquí, el día 14 de febrero de 1946.
Por aquel entonces, recién terminada la Guerra Civil Española, España era un país sumido en la miseria, no disponíamos de los medios de los que disponemos hoy; quizá nos resulte  difícil trasladarnos a aquella situación coyuntural.
Mi abuelo era minero de exterior, albañil, y estaba muy orgulloso de haber participado en la construcción, entre  otras cosas, de la Capilla de la Virgen de la Salud.
El día 14 de febrero de 1946, sobre las tres de la tarde, mientras realizaba algún tipo de trabajo de albañilería al lado de un rotor, este aspiró la parte posterior de la chaqueta y le arrastró hacia las hélices del mismo. En un gesto de autodefensa intentó soltarse con el brazo derecho pero la máquina lo engulló y le ocasionó graves lesiones. Una vez liberado y aún consciente, rápidamente es trasladado al Hospitalillo de Solvay, en donde el médico, D. Vicente,  pronto se dio cuenta de que la suerte estaba echada, y ante tales lesiones nada se podía hacer, por aquel entonces, para salvarle la vida.
Enviaron el coche de Solvay a su casa para comunicárselo a la mujer, Liberata y llevarla junto a su marido moribundo, para que pudiera acompañarlo en los últimos minutos de vida.


Mina La Fraternidad

Minero que estás durmiendo,
durmiendo en un sueño negro.

Minero que tú no sabes,
aún no sabes la noticia.
Minero que no conoces,
no conoces el suceso,
que hoy es primicia.

¡Minero, minero, arriba!
Arriba que ella te llama.

¡Minero, minero, pronto!
Pronto, que te reclama.

¡Minero, minero, corre!
corre, te necesita.

Llama a tus compañeros,
llámalos ya, deprisa;
que se ha oído un gran estruendo
en la boca de la mina;
que han visto temblar el suelo
y que huele a dinamita.

Y todo ello ha pasado
en esta maldita noche,
en esta noche maldita,
en esta que aquí se cita.

Había cinco, cinco personas,
cinco en la galería,
tres hombres y dos mujeres,
todos padres de familia.

Y solo ha salido uno;
solo uno salió con vida;
llegó hasta la bocamina
para darnos la noticia.

La cara, negra de polvo,
de polvo de carbón negro,
los pulmones asfixiados
casi que no respiran;
no entra el oxígeno en ellos,
no entra siquiera la vida.

Minero, minero corre,
que hubo muertos en la mina.

Esta poesía se la dedico a mi abuelo Gumersindo Martínez Presa,
fallecido en la mina de Solvay Lieres (antigua mina La
Fraternidad) el día 14 de febrero de 1946.
Ismael martínez garcía. Poeta
13 de abril de 2014





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